De chiquilín te miraba de afuera | Opinión | La Voz del Interior

2022-09-10 05:57:07 By : Mr. terry hua

Visitar Casa Tía, entrar a la tienda deportiva Ogga o comer sándwiches en un local de la galería Muñoz podían ser una verdadera aventura para un niño del interior de Córdoba en la década de 1970.

Cuando tenía 6 años, soñaba con ser tres cosas: presidente de la Nación, corredor de Fórmula 1 y cajero de Casa Tía. Esto último para aprender a envolver paquetes como lo hacía la cajera. Le dabas un juguete con forma de caballo, cortaba el papel del rollo con una sola mano, hacía un ruido “rrrrr” contra el filo y nunca le faltaba papel. Daba vuelta para un lado, cinta; daba vuelta para el otro, cinta. Moño azul si era un auto, moño rosa si era una muñeca –eran otros tiempos–, y listo. Segundos.

Venir a la ciudad de Córdoba era ir a Casa Tía. Mi papá tenía la extraña teoría de que los precios eran tan diferentes a los del pueblo que lo que ahorrábamos servía para pagar la nafta del viaje. El recorrido era siempre el mismo. Estacionábamos en las playas de la calle Maipú, caminábamos por 27 de Abril hasta la plaza San Martín. Pasábamos frente al Sorocabana y cruzábamos en diagonal el paseo, pasando junto a la estatua de San Martín, que siempre estaba cagada por las palomas.

Luego la Rivera Indarte hasta la Casa Tía. Había todo lo que soñábamos, juguetes, útiles, golosinas, de todo.

A la salida, mi mamá siempre intentaba el mismo truco. “Me esperan 10 minutos... que entro a ver unas telas”, decía.

La primera vez entré con ella. Las dos siguientes nos quedamos sentados afuera, en los canteros. Los 10 minutos fueron muchísimos más.

La vez siguiente, cuando mi mamá intentó el mismo truco, mi papá dijo: “Nosotros vamos a dar una vuelta a la galería Muñoz”. Yo escuché algo así como “Nosotros nos vamos a Disney”. Nuestros hijos hubieran sentido algo similar con una frase como “Vamos a comprarte el nuevo iPhone″ o “Vamos a comprar la Play 5′'.

Cada vez que mamá entraba a Tienda Los Ángeles a vivir su fiesta de telas, esos 10 minutos se convertían en una hora larga. Y nosotros caminábamos hasta la 9 de Julio y entrábamos por la Galería Muñoz, buscando los peces.

La galería era muy linda; se había inaugurado hacía poco tiempo. Caminábamos apurados hasta llegar al fondo, donde había unas enormes peceras, repletas de peces de colores y fantástica escenografía. Algunos tocaban el vidrio; era una tentación.

Doblábamos a la izquierda. En la esquina estaba la casa Ogga Sport, que era un negocio de ropa deportiva, una línea argentina que intentaba competir con Adidas y quedaba muy lejos de los bolsillos de clase media.

Era la marca de las dos tiras. O, como decía la publicidad, “Ogga es la preferida, por diseño y calidad”.

Siempre veíamos lo que había en la tienda, sin entrar. Los equipos de gimnasia, los conjuntos para hacer footing, como se decía por entonces, y las zapatillas.

Un día mis viejos entraron. El vendedor se acercó. Lucía una remera blanca con el logo de la empresa del lado del corazón. Mi vieja dijo: “Me podés mostrar dos conjuntos de esos de la vidriera”.

El pibe trajo uno celeste y otro verde. Mi hermano, que era un poco más alto que yo, se probó el celeste y le quedó perfecto. Simuló hacer flexiones y tocarse las zapatillas. Parecía un atleta olímpico.

A mí, el verde con pantalón negro no me quedó. El vendedor se ofreció a traer otro celeste, pero por la costumbre familiar, no nos podíamos vestir igual, porque si no parecíamos mellizos.

Trajo uno con campera naranja y pantalón negro. No era ni iba a ser mi color preferido, pero en ese momento la ilusión pudo más.

Preguntaron precio, hablaron entre ellos con un lenguaje incomprensible para dos niños, y finalmente surgió la frase esperada: “Llevamos los dos”.

Hay fotos con esos conjuntos, en el verano cerca de la pileta; en carnaval, con el calorón de febrero. Los usamos hasta que el crecimiento dijo basta. Usé un tiempo el celeste de mi hermano cuando a él le quedó chico.

Pero hay que volver a la galería. Mi madre estaba en la tienda, viendo telas. Nosotros pasamos la casa Ogga y doblamos a la derecha.

Un paraíso de sándwiches asomaba sobre esa esquina de la galería. Era un negocio con un mostrador de vidrio que dejaba ver la octava maravilla del mundo: un sándwich. Había de todo tipo y con toda especie de panes. Todos frescos, dejaban escapar pedazos de lechuga, queso, tomates o jamón. Eran tantos... y todos mirándote, como diciendo “Llévame a mí”.

El viejo decía: “¿Cuál quieren?”, y era como si te dijeran qué superhéroe querés ser. ¿Cómo elegir entre ser Superman, Batman, Ironman o el Hombre Araña? Volar como Superman o trepar como el Hombre Araña, el auto y la baticueva, el equipamiento de Ironman. Era tan difícil como eso. Una pregunta que no tiene respuesta.

“La ñata contra el vidrio”, hubiera cantado Edmundo Rivero.

Cuando la indecisión se prolongaba, mi hermano elegía uno de milanesa o alguno de jamón y queso, y yo elegía alguno con pan árabe, que en el pueblo no había.

El segundo momento de tensión se dio cuando el vendedor ya nos había entregado el sándwich envuelto en una servilleta y consultó sobre qué íbamos a tomar. Mi papá tenía la billetera en la mano y comenzó a sacar los billetes calculando lo que debía pagar.

Mi hermano le agregó mayonesa a su sándwich, mientras yo miré esa heladera llena de gaseosas de distintas marcas y colores: había Teem, Gini, Crush, Coca, Mirinda, Pepsi y 7Up –mi abuela le decía “sieteup”–..

Difícil elegir entre tantas opciones. ¿Más vale malo conocido que bueno por conocer? ¿O salir de la zona de confort? Seguramente, no me habré hecho esas preguntas y elegí una Crush. Esa botella con forma de guitarra, que se metía en la lucha entre Fanta y Mirinda. “La fe en mis sueños y una esperanza de sabor/amor”, hubiera concluido Rivero.

–¿Una Crush? –exclamó mi hermano, mientras el que atendía destapaba ese envase color naranja felicidad.

El hombre abrió dos cocas más y comimos los tres parados, apoyados contra la barra o contra la vidriera de algún local cercano. Parecíamos los Cartwright, de Bonanza, descansando después de una gran aventura. Ben, Adam y Joe –nadie quería ser Hoss–, esperando que llegara el próximo desafío: llevar las bolsas de Casa Tía y de Tienda Los Ángeles hasta el auto.

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